por
Ana Alejandre

Por ese motivo, están convirtiéndose así en los nuevos marginados de una sociedad cada vez menos
tolerante para una actividad adictiva como es la de fumar que antes no sólo era aceptada como una costumbre normal y hasta fomentada por los medios de comunicación –no había una
sola película o representación teatral que no presentara a los protagonistas a
todas horas fumando sin descanso y sin ningún tipo de censura-, sino que era permitida por
cualquier estamento oficial o empresa privada en los que se permitía fumar con
total libertad, considerándolo una costumbre inocua y socialmente admitida.
En esos años, aún no muy lejanos, lo extraño o raro era
que alguien dijera que no era fumador, pues formaba parte de esa extraña
minoría que no tenía adición alguna al tabaco y, casi siempre, tampoco al
alcohol y el café, que han formado siempre el trío de las sustancias legales y
permitidas para el uso y abuso nacional, pues se las consideraban como parte
integrantes de los ritos sociales que se imponen por la fuerza de la costumbre
y cuyo hábito se contagiaba de generación en generación como si de un virus se
tratara..
Los adolescentes empezaban a fumar a esas edades
tempranas en las que se despierta la conciencia del yo que se iba formando a
fuerza de observar a los adultos y mimetizar sus costumbres y actos, como una
manera de adelantar el ingreso en esa mayoría de edad que todo adolescente
sueña alcanzar lo más pronto posible para ser adulto y el único artífice de su
dudoso futuro,
En la actualidad, y según se desprenden de las cifras que
facilitan los diversos medios sanitarios, los adolescentes, casi
niños de 10 y 12 años, empiezan a fumar más pronto que hace décadas, pues
empezaban a partir de los 15 0 16 años, y el número de fumadores ha ascendido
considerablemente, a pesar de las continuas campañas contra dicho hábito que
hace sistemáticamente el Ministerio de Sanidad y que caen en saco roto, porque
muchos fumadores dicen que dicha publicidad
no sirve de nada, ya que los fumadores ni siquiera miran las impactantes y tremebundas
imágenes que reflejan a la perfección las letales consecuencias que tiene el
tabaco sobre la salud de sus consumidores, sobre todo de quienes no se contentan con
cuatro o cinco cigarrillos al día, y fuman una o dos cajetillas, o incluso más,
diariamente.
Estos daños producidos por el tabaco no se pueden tomar a
la ligera e intentar minimizarlos y, por propia experiencia, sé que realmente
el tabaco es claramente dañino para la salud, ya que soy ex fumadora y
comprendo no sólo la adicción al tabaco de los fumadores, pues la tuve durante
muchos años, más de una veintena y fumaba más de dos cajetillas diarias. Por
tanto, no puedo unirme al coro de los intolerantes, a pesar de que el humo del
tabaco me perjudica seriamente, pero también comprendo la dificultad extrema
que supone dejar esta adición, porque tiene dos componentes fundamentales; la
adición a la nicotina, por una parte, que es la menor de ellas a la hora de dejar
de fumar; y la adicción psicológica, la más fuerte, que provoca el hecho de
fumar y que, para quienes no son ni han sido nunca fumadores, no comprenden que
el hecho mismo de encender un cigarrillo, los más, o un puro o una pipa, los
menos, provoca, en esos breves momentos, la placentera sensación que no es
debida al desagradable y caliente sabor
del tabaco y sus efectos adictivos, sino la sensación de que fumando, en esos
cortos minutos que dura un cigarrillo, se alcanza un instante de libertad, de reafirmación
propia, que aísla del exterior en una burbuja de humo y sabor a nicotina. Y todo ello es porque en esa transgresión del cuidado de la propia salud, en ese instante de
llevar la contraria a los consejos, mandatos, prohibiciones y advertencias, se
encuentra un instante de libertad, de hacer lo que uno desea y no lo que los
demás esperan o desean que se haga; en un absurdo, pero cierto, canto a la
libertad, a la propia autodeterminación y al deseo de que, en ese acto de
rebeldía a lo “políticamente correcto”, a la negación de hacer siempre lo que
se debe y no lo que se quiere hacer. En ese ínfimo acto de fumar queda la única
parcela de libertad de cada individuo para tomar decisiones por sí mismo, para
poder manifestar su soberana libertad ante cualquier decisión, ya tan mermada
por leyes, reglamentos, presión social y mediática, opiniones, consejos
mandatos explícitos e implícitos que todo ciudadano soporta y cumple, con mayor
o menor agrado, para ser aceptado en el núcleo social en el que se desenvuelve
sin recibir el rechazo, la sanción, la multa, la amonestación y hasta el
hostigamiento.
Naturalmente, no debe pensar ningún lector que estoy de
acuerdo con el hábito de fumar, por lo que ya he expuesto anteriormente y que
me llevó a dejar de fumar en un solo día –y de eso ha pasado ya más de veinte
años-, en un acto de voluntad sincero y personal que es el único sistema fiable
para dejar esa adicción al tabaco, convertido hoy en día en el enemigo público
número uno. Por supuesto, sé que dejar de fumar es una forma de evitarse graves
problemas de salud que son innegables, pero respeto la libertad individual de
cada uno de tomar la decisión que considere oportuna al respecto, contando con
los datos que actualmente se tienen de las graves consecuencias del tabaco que
antes se desconocían y, por ello, se fomentaba esta dañina adicción que tantas
muertes causa al año por las diversas patologías que provoca.
![]() |
Viñeta de la revista "El Jueves" sobre la guerra fría entre fumadores y no fumadores |
Es ese respeto a la decisión personal de cada adulto el
que me mueve a escribir este comentario, porque sé que no se le puede atemorizar como a un niño, sino
advertir de las consecuencias que provoca el tabaquismo; y al que tampoco se le
puede obligar a tomar una decisión que, por sentirse impelido a ello, aún se
hace más fuerte y se enraíza más en su psiquismo
que está continuamente bombardeado por consignas, ideas, proclamas, órdenes,
recomendaciones, objeciones y un largo etcétera que está intentando convertirlo, cada día más, en un ciudadano modélico, sano, solidario,
práctico y sensato, pero a cambio ve mermada cada vez más su propia capacidad
de decisión, de opinión, de elección, aunque sea la de matarse, cigarrillo tras
cigarrillo, antes de que lo haga la contaminación ambiental, la frustración, el
fracaso laboral, la desdicha cotidiana, el aburrimiento vital y la falta de
horizontes, de ilusión y de metas.
Sé que muchos fumadores intentan dejar de fumar, pero
vuelven con más ahínco a esa adicción que saben que los perjudica seriamente, aunque se preguntan por qué no son capaces de dejar de fumar definitivamente. Mi
respuesta a muchas personas que me han preguntado cómo conseguí dejar el tabaco
sin tratamiento, sin sustitutos, sin angustias, ni síndrome de abstinencia que
se vuelve irritabilidad y malestar generalizado, siempre ha sido la misma:
“Pregúntate a ti mismo si, cuando has intentado dejar de fumar, si verdaderamente
lo deseabas tú o era una imposición de tu entorno familiar, de tu pareja o de
tu médico. Si no lo has conseguido, es porque no eras tú quien deseabas dejar
de fumar, sino era por voluntad de otros y por eso no lograste alcanzar ese
propósito, por ser ajeno. No digas nunca
quiero dejar de fumar pero no puedo, sino no quiero dejar de fumar aunque sí
puedo. Eso sólo se consigue con facilidad (doy fe de ello) cuando se quiere
dejar de fumar por decisión propia y no por imposición ajena. Tu libertad de
decisión, como adulto que eres, es el motor que te llevará a conseguir esa
meta, tuya, no de otros. Sólo cuando se sabe bien por qué se fuma, qué frustración se intenta ahogar con el humo del tabaco, es cuando empezamos a ser menos esclavos de esa adicción. Y entonces es cuando, de verdad, se decide o no dejar de fumar y cuando se toma esa decisión es fácil lograrlo. Te aseguro que así funciona”.

Habría que preguntar al Estado, a todos los del mundo
occidental, si quieren que sus ciudadanos dejen de fumar por el bien de la
salud general y para evitar los altos costes sanitarios y famacológicos que
provocan los tratamientos de las enfermedades inherentes al tabaquismo, por qué
no tratan al tabaco como al resto de las drogas prohibidas, impidiendo así su venta legal y dejando, por ello, de
embolsarse cada Estado en sus arcas las astronómicas cifras que recaudan con el
impuesto sobre el mismo. Podrían alegar que lo hacen para no provocar el efecto
contrario, es decir el que promovió la Ley Seca en Estados Unidos, lo que hizo
que el contrabando del alcohol se disparó hasta niveles alarmantes, porque
aumentó el consumo; pero, sobre todo, el efecto más indeseable para las arcas
estatales fue que, además de enriquecerse los mafiosos que se beneficiaban del
contrabando del alcohol y las destilerías clandestinas hacían su agosto, los
exorbitantes ingresos por dicho motivo dejaron de recaudarse mientras los delincuentes
se enriquecían. Y eso, siempre es peor que el problema del alcoholismo en la
ciudadanía, puesto que, si seguía consumiendo alcohol, por lo menos que pagara
impuestos por ello, aunque siguieran los ciudadanos sufriendo los estragos
causados por su ingesta.
Quizás por ese motivo, la subida del IVA no va a
repercutir en la cajetilla de tabaco, ya que, después de la subida de 20 a 25
céntimos de euros del pasado mes de marzo, lo que produjo una reducción en la
venta de las cajetillas en un 20,5%, esta inquietante subida anunciada no
le afectará, porque el Gobierno ha
tomado las medidas oportunas para rebajar el porcentaje ad
valorem (la cifra tomada como base para aplicar el anterior 18% del IVA y
que ha sido rebajada del 55% del precio de la cajetilla, al 53,1%, lo que supone
un 1,9%, descenso que absorbe el aumento del 18% al 21% del IVA, por lo que no
se verá incrementado el precio de la cajetilla). Naturalmente, esa medida
compensatoria no parece estar motivada por un deseo de que los fumadores dejen
de fumar, sino por todo lo contrario, es para frenar el descenso en la venta de
cajetillas que desde marzo de este año se ha producido. Hay que tener en cuenta
que, según, los datos facilitados por el Comisionado para el Mercado de
Tabacos, en España se vendieron hasta febrero de 2012, es decir en los dos
primeros meses del año, 391,7 millones de cajetillas de tabaco, lo que
supusieron 1.522,8 millones de euros, un 3,7% más que la del mismo periodo de
tiempo de 2011. Sobre esas cifras, se debe aplicar la disminución del 20,5% de
la bajada en ventas de las cajetillas después de la subida del precio de 20 a
25 céntimos de euros, ya indicada. Esto es demostrativo de que no han querido
aumentar con la subida del IVA el precio del tabaco (tomando a la cajetilla
como modelo por ser el tipo de tabaco más vendido) para evitar otro desplome en
la venta de ese producto, del que anuncian a bombo y platillo su peligrosidad
para la salud; pero evitan que, por subidas de precio continuadas, baje la
demanda de tan nocivo producto que es, paradójicamente, lo que aparentemente
desean los Gobiernos, pero cuando toca de cerca a las arcas del Estado la cosa
cambia, y parece importar más que la gente siga fumando y manchándose los
pulmones de alquitrán, si con ello se consigue recaudar más que, con los
tiempos que corren, es lo que verdaderamente importa.

Aunque, habría que
decir, que los verdaderamente pasivos son los propios fumadores porque ya no se
mueven de las puertas de los centros de trabajo, de los comercios y demás
establecimientos públicos, inmóviles como estatuas, y procurando no molestar ni
ser visto casi en su patética expulsión de los lugares públicos, para no tener
que aguantar “los malos humos” de los no fumadores que los miran con odio y
asco, porque están contaminando el ambiente.
Malas épocas son siempre en las que se empieza la caza de
brujas, las que en este caso, en vez de volar encima del palo de una escoba, tratan
de volar en cada voluta de humo que expulsan sus pulmones, en las que siempre
van mezcladas su rebeldía, su grito de libertad, y su rechazo a todo lo que le
venga impuesto y le arrebate, incluso, ese breve instante en el que disfruta de
unas caladas apresuradas al cigarrillo, único mástil que es para todo fumador,
al que se aferra para no zozobrar, porque prefiere morir, en un suicidio lento
pero elegido voluntariamente, que no vivir renegando de lo único que hace al
día en el pleno ejercicio de su libertad, esa que sólo ya reside para cada
fumador en el humo acre y caliente de un
cigarrillo.